ASUNTOS DE COCINA, EMIGRACIÓN Y AFINES

Escribí este texto durante nuestro paso por Bangkok, mientras estudiaba en Le Cordon Bleu. No sé por qué nunca lo publiqué. Aquí van entonces mis impresiones del momento.

 

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Bangkok, 7 am, 32º C. El espacio se va achicando a medida que avanzan las estaciones. Perdida entre el sueño, el bamboleo y el caprichoso shuffle del iPod, se me olvida por un segundo que soy la única persona no asiática de todo el vagón. La voz adolorida de Rubby Pérez gritando Volveré me devuelve a la realidad. Más de uno mira con curiosidad mi chaqueta blanca y los pantalones de cuadritos.

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Para mí la cocina no empezó con Master Chef, espumas y foie gras. Todo lo contrario. Empezó con sopas de arveja, arepas de harina de trigo y abuelas con buena y mala sazón. La abuela N, con su arroz amarillo (aliñado con cubitos Knorr), los bistecs cuasi calcinados y las gelatinas sugar-free. La abuela G, con su pasta boloñesa con queso gratinado, las mejores caraotas (frijoles / porotos) de la historia y un arroz con leche de antología. No había que ser Bocuse o Ducasse para darse cuenta de que la comida puede ser un placer o una pesadilla, tanto para el que la come como para el que la prepara.

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img_2087Todo el que ha emigrado puede describir con precisión el momento exacto en que se dio cuenta de que su nueva ciudad pasó a ser casa. Es un proceso paulatino, sin duda, pero siempre hay un momento crucial, un evento –cotidiano, casi imperceptible– que nos dice estás a salvo, este espacio es tuyo. Me ocurrió, en esta ocasión, en el Skytrain. Un día noté que ya no tenía que leer obsesivamente el mapita siguiendo la ruta estación por estación, que ya mi cuerpo sabía cuánto duraba el trayecto, que ya reconocía la curva antes de llegar a Ploenchit y que, incluso con los ojos cerrados, podía adivinar en qué estación estaba por el flujo de gente que entraba y salía del vagón. El día en que me di cuenta de que estaba relajada y que equivocarme de estación no era motivo de pánico (maldita sea, me descuido y termino en Myanmar), ese día me dije estoy en casa.

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Al llegar a la escuela todo parece suceder en cámara lenta. Los lockers, los litros de café, las bromas matutinas, las apuestas de siempre (quién se va a rebanar un dedo hoy con la mandolina, quién va a quemar la primera olla, quién se va a quedar sin pestañas al flambear algo). Pero al entrar en la cocina, la adrenalina sale de su cueva y el tiempo deja de ser tiempo. Cada quien va a su estación y lo que sigue es bastante parecido a una orquesta afinándose antes del concierto. Suish suish suish, cuchillos afilados, fogones prendidos, receta en mano. El chef da las instrucciones preliminares, respondemos con un reverencial Yes, Chef! y arrancamos.

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En los noventas ni se me pasaba por la cabeza estudiar cocina. De hecho, no sé ni siquiera si existía la opción en la Caracas de aquella época. El molde prefabricado de las carreras tradicionales era difícil de romper, y conste que yo era una radical, una hippie, una inconsciente (mi familia dixit). No estudié ingeniería, ni administración, ni derecho. Estudié (cara de asco, cara de asombro, cara de pobrecita-vas-a-vivir-debajo-de-un-puente) letras… Pero zapatero a su zapato, dice mi abuela. Mi relación con la cocina parecía predestinada. Después de dar tumbos por varios países, terminé a diez estaciones de metro de un Le Cordon Bleu.

 

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Primera lección: o te paras bien, o te arruinas la espalda. Segunda lección: sin un buen cuchillo no eres nadie. Tercera lección: la palabra margarina es pecado mortal. Cuarta lección: aprende a hacer caldos básicos y todo lo demás sale solo. Quinta lección: mantequilla mantequilla mantequilla (¿enfermedades coronarias? ¡Bah!).

 

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Mi primer plato fue queso frito en casa de mi abuela G. Con más mortificación que vocación pedagógica, me dio permiso de cortar queso llanero en cuadritos (usando el cuchillo más romo de toda la cocina) y me dejó saltearlo en una sartén pequeñita hasta que se dorara. No tendría más de 6 o 7 años. ¿Qué diría mi abuela si me viera preparando comida molecular ahora? Siglos después, con uniforme, crocs de cocina y mis cuchillos Wüsthof en mano, regresa la misma sensación que tuve ese día en la cocina amarilla de mi abuela. La misma, aunque en otro ámbito, que tuve en el Skytrain de Bangkok. Estoy en casa. La cocina es mi casa.

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Sexta lección: higiene. Los vegetales no se ponen directamente sobre el mesón. Las carnes se guardan en la nevera y pasan el menor tiempo posible afuera. La tabla de cortar se lava unas 654864 veces. Séptima lección: hay que trabajar en equipo. Un buen vecino de estación puede salvarte la vida (revolviendo una crema que está a punto de cortarse, quitando del fuego una salsa que está a tres segundos de evaporarse por completo, recordándote sazonar el pescado antes de meterlo al horno). Octava lección: todo se aprovecha, nada se bota. Huesos, cáscaras, vísceras. Todo. Novena lección: convertirse en “experto” puede llegar a arruinar la diversión (una vez que se aprende a hacer la terrine de foie gras o después de preparar codorniz, es difícil disfrutar de este tipo de platos). Décima lección: o te encanta la cocina o ni se te ocurra poner un pie en una industrial. La cocina no es un lugar para medias tintas.

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En estos días un amigo nepalí me estaba dando una receta familiar y, a medida que me la describía por el chat, yo salivaba como un perro. ¡Para, Suri, esto es demasiado! Soltó una carcajada y me dijo: ¿Estás loca? Tú eres la que nos tiene atormentados publicando fotos de tus platos. La respuesta que le di me sorprendió a mí misma. Es comida de restaurant. Se ve bonita, pero este curry es el real deal.

 

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Año y medio después de haber puesto un pie en Le Cordon Bleu por primera vez, sigo creyendo que la mejor comida es la que hace sentir cómodo, la que llena la panza y la que hace que uno vuelva a comer ese plato ene veces porque nunca cansa. En su libro Kitchen Confidential, Anthony Bourdain comenta sobre un cambio en el modo en que los foodies están viendo la comida. Ahora tienden a buscar lo auténtico, que no es necesariamente lo más refinado o caro. Creo (¡espero!) pertenecer a esta tendencia.

 

 

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Sin duda, la glamourización de los chefs (término de Bourdain), el auge de trillones de shows sobre comida, el acceso ilimitado a información, la globalización de sazones e ingredientes ha hecho que el mundo foodie se vuelva vasto, exigente, incluso un poco despiadado. Ser chef está de moda, pero si algo he aprendido en estos meses en la Cocina (con C mayúscula) es que –como emigrar– cocinar no es para todo el mundo. Encontrar el espacio propio (la voz propia) en medio del caos –sea el de una ciudad ruidosa, enorme y ajena, o el de una cocina, entre los allez allez y el golpe incesante del cuchillo contra la tabla– es, a veces literalmente, jugar con fuego.

 

CE

Bangkok, marzo 2013.

3 comentarios sobre “ASUNTOS DE COCINA, EMIGRACIÓN Y AFINES

  1. Ahhh yo te amo, amo como escribes y se me hincha el corazón de orgullo y admiración, Siempre has sido excelente en todo, hasta para torturarme con fotos de tus platos que elevan mi imaginación y mi gusto… Me encanta tu blog. Aunque no me gusta cocinar, tengo una familia que alimentar, así que haré alguna receta tuya y ya te contaré que tal. Te amo!!! Besos y abrazos.

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    1. Gabita linda, no me mates de hambre a las muñequitas y prepárales algo rico de mi parte. En estos días me acordé de las tardes en tu casa tomando jugo de guanábana. Traté de preparar uno con aquella nostalgia y nada que ver…

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  2. ¡No había visto este post! Dejé abierta Gastrocrónicas en mi Ipad para no perderme de nada. Si en los 90’s la cocina hubiese sido más respetable como carrera (y no tan criticada por nuestros papás), seguro hubiésemos estudiado juntas. Para mi cocinar es una seudoconexión con el más allá y poder hacerlo algún día con las técnicas correctas y la base de «pro» para preparar un rico arroz con leche o un lomo de cochino en salsa de piña, está en mi bucket list. ¡Qué divina experiencia Ce! Y poder llenar ese recetario de las recetas de las abuelas de muchos países no tiene precio. ¡Quiero leer más historias! Besosssss

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